23 de Noviembre de 2024
Recuerdo pocos sonidos capaces de arrancarme del tedio de una vida marcada por la espera. Eran días silenciosos, rodeado de adultos mayores, trabajos forzados, miradas serias y decadencias cotidianas. Apenas unas pequeñas alegrías lograban romper la rutina, como breves respiros en medio de tantas privaciones. Y fue entre aquellos albores de la vida que emergió la figura de mi abuelo, montado en su moto inglesa.
No era una moto cualquiera, no. Aquella máquina se distinguía de las demás tanto por su sonido como por su presencia. Sus colores oscuros, casi negros, irradiaban una elegancia propia de tiempos pasados, como si hubiera sido fabricada mucho antes de que mi abuelo mismo hubiera nacido.
La moto era imponente, con la solemnidad de un traje caballeresco, hecha de sonidos graves y colores sobrios, propios de los adultos. Fue entonces cuando mi obsesión por las motos empezó a tomar forma, cuando comprendí que una moto no era solo un medio de transporte, sino un símbolo, algo importante. Mi abuelo paseaba, trabajaba y gestionaba su vida sobre esas dos ruedas, y yo anhelaba ser parte de ese sueño, de ese mundo que se desplegaba ante sus ojos cuando conducía. Quería sentir lo que él sentía, viajar como él viajaba.
Cada vez que el abuelo me contaba historias sobre sus viajes, era como si el mundo se transformara en una película. Él, con su afecto paternal, me regalaba fragmentos de felicidad en medio de mi propia tristeza. La moto y él eran mi alivio, mi escape de una vida ingrata que se resistía a abrirse ante mis ansias de velocidad.
Cuando el abuelo dormía la siesta, la moto descansaba en el patio, erguida sobre su caballete. En esas horas de silencio, mi hermano y yo nos acercábamos con sigilo. Subíamos a la moto como si fuera nuestra, fingiendo arrancarla con el sonido de nuestras bocas, cruzando el umbral del pensamiento hacia un mundo de fantasía. Viajábamos a lugares imaginarios, con nombres tan familiares como El Majadal, El Paredón o el Barranco de la Pepina. Íbamos a San Mateo y, en nuestra mente, inclinábamos la moto en cada curva mientras el viento nos azotaba la cara y los mosquitos picoteaban nuestra piel. Qué ilusos y apasionados éramos en nuestra juventud.
Limpiábamos la moto con esmero, esperando que el abuelo, quizá esta vez, nos permitiera dar una vuelta. Pero él, siempre cuidadoso, nunca cedía. Su preocupación por nuestra seguridad superaba cualquier deseo de complacernos. Nos acercábamos a él con la admiración tímida de un gato enroscándose entre las piernas de su dueño, y le decíamos cuánto corría su moto. Ahora entiendo que no era tanto la velocidad lo que buscábamos, sino la ilusión de que el tiempo pasara más rápido.
Recuerdo claramente la primera vez que escuché el sonido de aquella “moto inglesita”, una Francis Barnett. Estábamos en la finca de La Salud, recogiendo aceitunas para llevarlas al mercado. El abuelo llegaba siempre a media mañana con el portaequipajes repleto de frutas. Podíamos escucharlo desde lejos, el ronquido grave de la moto acercándose entre los olivos. Cuando finalmente aparecía, con una sonrisa que lo iluminaba todo, corríamos a su encuentro, felices de acompañarlo de vuelta con la familia para seguir trabajando.
No solo traía su presencia, traía también pan de leña de la panadería, y esa combinación era todo lo que yo deseaba en mi infinita infancia de recuerdos grises. Con el tiempo, la moto envejeció, al igual que él, pero los recuerdos de aquellos días permanecen intactos, encapsulados en mi memoria. Aunque el tiempo haya pasado, el encanto de esa moto sigue vivo, como un eco lejano del pasado que me sigue hablando, recordándome a mi abuelo, siempre presente, siempre motorizado.
Hoy, esa moto sigue con nosotros. Cada vez que acariciamos el tanque o agarramos el manillar, es como si el abuelo nos susurrara desde otra dimensión, invitándonos a interpretar su tiempo y a recordar que, mientras su moto siga aquí, su recuerdo nunca morirá.