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Desayuno Dominical: Un despiste lo tiene cualquiera

12 de Febrero de 2023

Desayuno Dominical: Un despiste lo tiene cualquiera

Un relato de Feli Santana

 

Los años setenta fueron de una actividad imparable en las capitales canarias. La revolución industrial llegaba avalada por un turismo del norte de Europa que comenzaba a descubrir la belleza de un archipiélago virgen, a tres horas de los ahorros de la vieja Europa. Mientras la sociedad que vivieron nuestros padres, se llenaba de humo de coches y motos, se trazaban carreteras entre plataneras y costas y crecían los barrios con el desorden de la necesidad. Y aunque todo era muy lento y voluntarioso, bien es sabido que los movimientos se amparaban en los vehículos populares, aquellos que con duro esfuerzo ayudaron a mover la economía.

 

Las motos fueron ese símbolo en los más pobres y la cercanía del espacio. En labores y cometidos diarios. Entusiasmaron a nuestros padres que se subieron a las Licencias municipales, a las Vespa o a las Montesa y Bultaco tan queridas, aunque hubo un tiempo anterior en nuestras queridas ínsulas, que las motos eran en su mayoría británicas.

 

Sergio Farías, del barrio marinero de San Cristóbal, había comprado una preciosa Vespa 150 S en el año 1969 con la que soñó unos años antes. Después de la retahíla de hijos que la vida le fue entregando, buscó el tiempo y espacio para tramitar el carnet de conducir las Vespas. Siete hijos y la señora, necesitaban de un auxilio y transporte para aliviar lo básico. Y así fue como el entusiasmo le llevó después de multitud de prácticas a sacar el carnet. -El cambio de la vespa en la mano, tuvo mucha de la culpa de sus tantos fracasos de aprendiz- Y un motorista antiguo podía cometer errores, que sin duda eran perdonados por la baja velocidad y la tolerancia del tráfico de entonces.

 

 

El primer día se dedicó con duro esfuerzo a cogerle el “tranquillo” a la Vespa, entre las plataneras de San Cristóbal. Aquello prometía. Después de unos cuantos aterrizajes y repeticiones, aunque él no tiraba la toalla del esfuerzo, poco a poco fue ganando la partida al miedo escénico de arrancar y coger rumbo. Cuando la cosa parecía que maduraba en confianza, sucedió que una mañana se le ocurrió a Paquita, su mujer, que la llevara a San José, a casa de los primos, a buscar una cesta de papas que le había traído de San Mateo el tío Aniceto, que era de la Vega y siempre tuvo el cachito tierra de cultivo atendido.

 

Paquita se sentó atrás de costado, con la cesta en la mano, las damas de antes no se “escarranchaban” en la Vespa, y el emocionado maestro Farías se “vino arriba” con la posibilidad de sorprender una vez más a su señora en la habilidad motorista. Arrancó con tanta euforia que dejó sentada en el suelo a Paquita. Pero no siendo suficiente el agravio, partió con la ligereza y la confianza que ella iba en la gloria de su paseo, tan solo vino a reparar en la falta de la carga tan cómoda que transportaba llegando a San José, con la intensidad de su control viario. Cuando paró exclamó con pesar “Ay mi madre y dónde largué a esta señora, cristiano”.

 

¡Un despiste lo tiene cualquiera, maestro Farías!

 

 
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