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El cuento de Navidad de Feli Santana: “Motos de mi niñez”

25 de Diciembre de 2024

El cuento de Navidad de Feli Santana: “Motos de mi niñez”

“Motos de mi niñez”

 

Ya estaban en mi vida cuando llegué al barrio. Las sentía zumbar por la carretera, como moscas danzando sobre una comilona. Intento ubicar la primera imagen de esas dos ruedas en mi memoria, pero se me hace borroso y ruidoso. Las conocía y también a sus felices propietarios. Sabía quién era habilidoso para maniobrar y quién más torpe. Desde el primer momento analizábamos las emociones que nos transmitían las motos: marcas de pequeña cilindrada que invadían el campo abierto, anunciándose con el ruido característico que advertía su paso. Para nosotros, esas maravillas llamadas ciclomotores eran motos, directamente. Con dos o tres años de edad, un ciclomotor nos parecía bastante grande.

 

Dependiendo de su fama, algunas marcas eran más recomendadas que otras, sobre todo las nacionales e italianas. La Vespa, por ejemplo, era la moto casera, la herramienta familiar del padre o del abuelo. Luego llegaron las marcas emergentes, con reclamos publicitarios que resaltaban su condición de favoritas, como la Derbi —campeona del mundo—, que vendió miles de pequeñas antorchas. Fue una auténtica revolución motorizar este país de pobres obreros: salvar distancias, resolver trabajos y desencadenar las pasiones de la juventud con amores, escapadas, amigos y, al final, la vuelta al curro.

 

También estaban las que llamábamos “señoriales” o antiguas inglesas. Casi todas eran negras, tristes y elegantes. Aunque esa palabra, “elegante”, aún no la conocíamos para describirlas. Lo que más me llamaba la atención era el cambio del sonido del escape. Aprendimos a identificar cilindradas y motorizaciones con el oído, y diferenciamos los motores de dos y cuatro tiempos. La mayoría de las motos emergentes pertenecían a la industria nacional. Quizá por el fenómeno de Ángel Nieto o porque eran económicas y se conseguían con unos ahorrillos. Entre 1970 y 1990, hubo una explosión social de ventas de ciclomotores y motos “de verdad”, con marcas y modelos que levantaban pasiones a raudales.

 

El casco en el codo era la moda “yeyé”. No se pensaba tanto en la seguridad como en la imagen retro. No es que murieran menos motoristas, sino que quizá no nos enterábamos tanto. El casco por velocidad fue el primer atributo recomendado con la llegada de la invasión nipona. Más tarde empezamos a pensar en la seguridad, cuando Paco Costas sensibilizó nuestras molleras con los accidentes en aquel Jaguar que chocaba contra un pedrusco con moviola.

 

Al lado de la casa de mis padres estaba la “cueva de las motos”: un garaje comunitario excavado a mano en la roca. En su interior dormían unas cuantas joyas del ayer. La puerta era de chapa de bidones metálicos, cerrada con alcayatas y un candado. A través de las ranuras podíamos observar las motos dormidas y aspirar ese olor a dos tiempos, enriquecido con aceites minerales y mezclas. Visitábamos el garaje varias veces al día, sobre todo en las sobremesas silenciosas. En su interior descansaban dos Bultaco Tralla 101, una Mercurio 150, una MKII de uso agrícola, una Impala, una Garelli, algún Derbi y la sagrada Francis Barnett.

 

 

Aquello era un punto de encuentro para niños aventureros que observábamos a los adultos sacar sus motos, engrasar cadenas y pasarles el trapo. En ese silencio, descifrábamos los códigos de los mayores y escuchábamos sus conversaciones sobre las monturas y sus experiencias.

 

Yo sufrí las consecuencias de mi curiosidad por las motos cuando escuché el sonido de la MV Agusta GT 175 de Antoñito Sánchez. Bajaba por la pista de tierra para su paseo dominical, con su señora sentada lateralmente en la parte trasera. Salí corriendo de la puerta de la casa de mi abuelo y me atropelló tras derrapar. Ambas familias se llevaron un gran disgusto. No me detallaron las heridas graves o menos graves que me produjo —tenía solo cuatro años—. Quizá esa experiencia marcó mi pasión por las motos. No lo sé. Pero algo tuvo que ver en la suma de emociones de mi infancia por descubrir los ruidos y las dos ruedas.

 

En aquel mundo de pequeños placeres, escuchar las motos e imaginar conducirlas cultivó nuestros primeros sueños de niñez. Sueños que han viajado con nosotros hasta el futuro, donde las motos tienen armaduras plásticas, diseños evocadores y tecnología de vanguardia, pareciendo aviones supersónicos. Hoy somos jinetes del apocalipsis, embutidos en trajes espaciales a prueba de golpes. Pero, aunque ahora se maten más motoristas y los chips de conciencia sigan sin estar preparados para entender los riesgos, la pasión sigue viva.

 

En otro episodio de mi inconsciente juventud, me di una galleta cuyas secuelas emocionales aún llevo. Intentaba aprender a hacer caballitos con una Puch Mini Cross. Me pasé de levantada y aterrizé forzosamente en el ardiente asfalto de gravilla, bajo el sol de un mediodía de agosto. Fue una tremenda “limada” por todo el cuerpo y una magnífica lección de motorista.

 
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