21 de Julio de 2008
Uno de los viajes que todo gran rutero se ha marcado en su vida, es llegar a la isla del fin del mundo...
Este viaje nace mucho tiempo atrás, cuando era peque y en el bar de debajo de mi casa escuchaba hablar a Pepe “el gitano”, que tenía una Ducati 860 GT, con sus colegas de las Norton Commando sobre la existencia de un sitio en Europa en el que la carretera se acababa muy cerquita del polo Norte…
Pedro J. García & Paqui Morales Moreno
Prólogo
Sirva este viaje como homenaje a todas y cada una de las personas que han dejado su vida en las carreteras de todo el mundo.
Destino Nordkapp
Desde entonces, siempre me pareció un sitio con magia, y después de haberlo visitado, con mis 44 años, me lo sigue pareciendo todavía más. Si creéis en vuestras posibilidades, las de la máquina, ni lo dudéis: tengáis la edad que tengáis, lanzaos a esta fabulosa aventura dentro de la moderna Europa, pues, aunque no os lo imaginéis, retrocederéis en el tiempo según os vayáis aproximando a la isla de Mageroya.
El primer día de viaje transcurrió con muchísimo calor por las autopistas francesas. Encima coincidió con el principio de las vacaciones, por lo que al llegar a la altura de Lyon los atascos eran verdaderamente horribles, incluso para ir en moto; tardé casi hora y cuarto en atravesar el perimetral de Lyon. Nuestro primer destino era intentar llegar hasta Estrasburgo, pero nos tuvimos que quedar en la población de Dole, bastante cerca. Ese día fuimos a cenar y muy pronto a dormir, pues el día siguiente se planteaba peor porque teníamos que circular por las aburridas y tediosas “autobahn” alemanas, cuestión que tanto a mí como a Paqui no nos gusta nada, ya que la gente va a saco en los tramos libres de limitaciones de velocidad, y yo me había planteado hacer el viaje entero respetando todas y cada una de las normas de circulación de los países que íbamos a atravesar (éste era uno de los retos del viaje) e intentar disfrutar más del paisaje que ofrecen estos países. Llegamos bastante cerca de Hamburgo y optamos por hacer noche en un espléndido motel dentro de la autopista, lo que resultó ser todo un acierto, puesto que era una pasada y a un precio razonable.
En el tercer día nuestro objetivo era entrar en Dinamarca, pero en vez de coger el ferry en Puttgarden decidimos que subiríamos dirección Odense y así pasar por uno de los puentes más espectaculares que puedes atravesar, de unos 24 kilómetros por encima del mar, entre Nyborg y Trelleborg.
Después de superar los 77 kilómetros que nos separaban de Koge, paramos en un camping bajo una llovizna que no paró en toda la noche. Menos mal que no íbamos de tienda, haciendo caso a los anteriores viajes publicados en Solo Moto 30, pues hubiese sido un auténtico engorro y no habríamos descansado tan bien.
Al día siguiente nos levantamos con más ganas que nunca, pues íbamos directamente a Helsingor, en Dinamarca, para pasar a Suecia con el ferry que te lleva hasta Helsimborg.
Por Suecia y Finlandia
Una vez la moto estuvo atada dentro de la panza del barco, nos fuimos a deambular por el ferry a cambiar moneda para adquirir coronas suecas. Nada más bajar del ferry enseguida vimos los carteles de la E-4, que es la carretera que sube toda Suecia por el golfo de Botnia hasta la frontera en la mítica ciudad sueca de Haparanda, para luego entrar en Finlandia.
El calorcito se fue disipando y se convirtió en una ligera lluvia y luego en una lluvia amenazante de tormenta, cuando en la autopista vimos el letrero de la ciudad de Linkoping, con la indicación del camping, que seguimos sin ningún problema hasta la puerta del camping. Aquí volvimos a coger una “hytter”, o “cabin” en inglés, o sea, una cabaña de madera con todas las necesidades cubiertas. Después de una estupenda cena a base de espaguetis (la mayor parte de la comida la llevábamos desde casa), dormimos plácidamente.
Para el quinto día de viaje el tiempo no pintaba nada bien, pues hacía mucho viento y lloviznaba sin parar. Así que cargamos los bártulos en la moto y pusimos rumbo norte por la ya conocida E-4, con sus consabidos y temibles guardarraíles suecos, que consisten en postes, como aquí, pero en vez de vallas tienen cables de acero trenzado; o sea, lo mejor es no caerte, porque, si no, encomiéndate a todos los santos que conozcas.
El primer reno del viaje que vi era de madera y encima gigante, ya que era el reclamo de una gasolinera que, con la que estaba cayendo, había aglutinado todas las motos. Nadie parecía tener ganas de salir de allí, y eso que eran la mayoría nativos. Pero, en cambio, fuimos nosotros los primeros en salir, puesto que el tiempo iba pasando y aquello tenía pinta de no cambiar. Después de hacer submarinismo -porque aquello no podía definirse de motorismo-, decidimos parar una vez pasamos la ciudad sueca de Gavie y, como de costumbre, hicimos caso de las indicaciones para buscar un buen camping donde pasar la noche. En esto estábamos cuando Paqui me avisó de que había visto una casa que alquilaba habitaciones. Media vuelta y, tal y como había dicho, había habitaciones tipo “B and B” inglesas, pero sin el desayuno. Disponíamos de una cocina completa y hasta de una magnífica sauna, y más o menos por unos 20 € los dos; ese día nos fuimos a dormir muy agotados por culpa de la lluvia que cayó durante todo el trayecto.
Después del desayuno, el astro rey lució con fuerza. El paisaje seguía siendo de ensueño, con bosques de abetos a los lados de la carretera y las entradas de mar por ambos lados, que más parecían lagos que agua salada, pero el olor a yodo y sal es inconfundible. Gracias al sol este día los kilómetros se nos hicieron más llevaderos, pues intentábamos hacer unos 500 diarios, y con la lluvia parecía que iba a ser imposible.
En la ciudad costera de Sikea, en su puerto encontramos el camping más coqueto y acogedor de todo el viaje, con las cabañitas a pie de la entrada del mar, todo ello con un césped estupendo y con unos recepcionistas muy majos. Aquí me pegué un buen susto, pues a las tres de la madrugada me desperté con la intención de ir al baño, pero al ver el sol que brillaba pensaba que eran las tres del mediodía; en fin, cosas de Escandinavia.
El séptimo día amaneció también con sol, por lo que lo celebramos con un copioso desayuno y las últimas vistas del fabuloso camping donde dormimos. Así que carretera y manta con el objetivo muy claro de rebasar el círculo polar ártico ese mismo día. Una vez superada la mítica ciudad fronteriza de Haparanda, teníamos muy presente que lo siguiente era entrar en Finlandia, e íbamos, sobre todo yo, con mucho miedo por el tema de los mosquitos, ya que soy alérgico y tengo que ir cargado de antihistamínicos, tanto orales como pomadas, y creedme que si te tomas uno de éstos, te quedas dormido por dos días, por lo menos.
Objetivo: Mageroya
Habíamos cruzado la ciudad de Tormio cuando, a unos 50 km de esta ciudad, hicimos una parada en una gasolinera. Aquí conocimos a un italiano que estaba haciendo lo mismo que nosotros, pero ¡en bicicleta!
Llegamos a Rovamieni y después cruzamos el círculo polar ártico. No me lo podía creer, y nos hicimos las fotos debajo del famoso letrero de Napapiiri. Aquí compró Paqui una pegatina que en Finlandia es muy famosa. Se trata de un mosquito grande con las palabras: “I like tourist” (“Me gustan los turistas”); sobran las palabras.
Ya estábamos en el octavo día de viaje, por lo que decidimos que si no llegábamos hoy mismo a la isla de Mageroya, donde está el mítico cabo Norte, nos daba igual, pues estábamos tan cerca, que podíamos esperar un día más, cosa que no ocurrió, pues Paqui me animaba a seguir. Salimos dirección Inari, ciudad que pasamos por fuera, pero que queda pendiente para el próximo viaje a estas latitudes (cada vez teníamos más claro que seguro que repetiríamos), pues sus afueras prometen mucho, con un enorme lago que vas atravesando continuamente y unos parajes preciosos.
Entramos por fin en Noruega por Karasjok, donde repostamos la moto, y ya empezamos a rular por la también famosa E-6, aunque ahora sólo la íbamos a utilizar hasta el pueblo de Russenes. Allí cogeríamos la E-69, que ya no dejamos hasta Nordkapp. En este pueblo vimos a varios motoristas que repostaban en la gasolinera, así que decidimos hacer lo mismo, aparte de ponernos los forros y los trajes de agua, pues el cielo estaba cogiendo un color azul cobalto y comenzaba a soplar el aire con bastante fuerza y frío. Fuimos siguiendo todo el fiordo de Porsangen, en el que la vegetación va desapareciendo. Vas observando cada vez más renos en medio de la carretera y te da la impresión de que te acercas al final de algo, puesto que entre los acantilados, a nuestra izquierda, y la montaña pelada, a nuestra derecha, y con una tormenta de aúpa y un color de cielo por definir (de lo oscuro que estaba), era más o menos lo que esperaba al llegar a la “isla del fin del mundo” (traducción literal de Mageroya).